biografía

Antonio López Torres

Conocer el contexto temporal y geográfico es importante para asimilar el trabajo de cualquier artista, pero es primordial para adentrarse en la obra de Antonio López Torres, ya que resulta imposible entender sus trabajos sin acercarse a su particular visión sobre la pintura y su estrecha relación con la naturaleza y con el entorno que le rodea.

Para el Tomelloso del siglo pasado, López Torres podría ser un ciudadano más, discreto e introvertido, alguien a quien sus vecinos veían caminar hacia el campo una y otra vez cargado con su caballete, bártulos y tablas, en busca de una escena que representar, esa luz esquiva que capturar.

Pero como suele pasar en la historia del arte, solamente cuando se ven los hechos con la perspectiva que da el tiempo, nos damos cuenta de la grandeza y de la peculiaridad de figuras como Antonio López Torres, no solo por su obra en sí, su destreza técnica, su sensibilidad o su pureza, sino también por la influencia que tuvo en artistas que surgieron posteriormente en la zona.

PRIMEROS AÑOS

Antonio López Torres nació el 21 de julio de 1902 en Tomelloso y creció en el seno de una familia de agricultores acomodados formada por sus padres, Antonio y Carmen, y sus seis hermanos.

Desde muy pequeño sintió la necesidad de estar en contacto con la naturaleza, de representar todo lo que le rodeaba con dibujos. Esta temprana pasión no pasó desapercibida para su profesor Miguel Pareja Reyes, quien estimuló esta vocación artística a pesar de la opinión negativa de su padre, que lo consideraba una pérdida de tiempo e hizo que ya en 1915 abandonara la escuela primaria para trabajar en las viñas de la familia.

Esta experiencia en el campo le permitió comprender perfectamente la sociedad de su época y le sirvió de inspiración para desarrollar después la temática de sus obras. Como el propio artista afirmaría más adelante, «[…] he conocido a mi época y he procurado siempre interpretarla, a mi manera, pero conociéndola bien».

Poco a poco el joven pintor incorporó trabajos a óleo que alternaba con dibujos en lo que se conoce como la primera etapa de su vida artística, marcada por la observación, el carácter autodidacta y la ingenuidad propia de los primeros trabajos en los que predominaba la temática de la vida rural.

Precisamente una de sus primeras obras y la más antigua que se conserva es El corral (1917), donde recreó una escena que se desarrollaba en casa de su tía Alejandra y donde ya se aprecian detalles en la representación de la luz que tanto caracterizará su obra.

Tras superar unas fiebres tifoideas en 1920, reanudó su producción de obras tan icónicas como Autorretrato (1921), en el que aparece un joven López Torres sentado tras una mesa, y la primera versión de La cueva (1923), el lugar donde solía pintar.

Pero sin lugar a dudas, el año 1924 marcó la carrera artística de López Torres. El pintor Ángel Andrade Blázquez, por aquel entonces profesor de Dibujo en Ciudad Real, seleccionó sus obras para incluirlas en la exposición de Bellas Artes que se celebraba en Tomelloso en agosto de ese año y quedó tan impresionado por la calidad de sus obras, que convenció al padre del joven artista para que iniciara sus estudios en Bellas Artes, primero, en la Escuela de Artes y Oficios de Ciudad Real, y después, en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando en Madrid.

En 1925 se inició lo que se conoce como la segunda etapa de la vida artística de Antonio López Torres, que abarca el periodo de formación en Ciudad Real y Madrid, y el posterior resultado a sus años de formación en el que demostró su madurez técnica y formal.

  • Formación (1925 - 1931): Ciudad Real y Madrid

López Torres comenzó su andadura académica en la Escuela de Artes y Oficios de Ciudad Real donde recibió clases del propio Ángel Andrade. Los trabajos que realizó durante su estancia en la ciudad manchega ganaron en confianza y pusieron de relieve el compromiso de López Torres con su realidad cercana, sin dejarse influenciar por ninguna tendencia pictórica concreta.

Se centró en pulir su técnica de dibujo y en el estudio de la anatomía humana, como muestran su Venus de Arlés (1925) y Torso belvedere (1925); profundizó en los retratos, como el de La abuela Alejandra haciendo punto (1924); y se inició en el género del bodegón, como muestra su Bodegón con frutero, jarra y vaso de vino (1925), aunque tampoco abandonó el paisaje.

En 1926 se trasladó a Madrid después de superar la prueba de acceso a la Escuela de Bellas Artes de San Fernando. Allí continuó con su formación de la mano de profesores como los ilustres Julio Romero de Torres, Moreno Carbonero, Manuel Benedito o Cecilio Pla y Gallardo.

Estos cinco años en la capital le sirvieron para producir obras más elaboradas, con mayor limpieza técnica y armonía en el uso de colores, sin la acumulación propia de su etapa de intuición autodidacta, y con un dominio total del claroscuro. Probablemente también influyeron sus visitas al Museo del Prado y el contacto directo con las obras de grandes maestros como Goya, Tiziano o Rubens, pero sobre todo, con la obra de Velázquez, por quien sentía una gran admiración.

De esta época hay que destacar obras como Venus de Milo (1926), que sirvió como prueba de acceso a la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, aunque fuentes orales cercanas al artista afirman que fue realizada durante el primer año de carrera; y Bodegón con mascarilla (1927), obra con la que obtuvo el Premio Molina Higueras de la Escuela de Bellas Artes.

  • Madurez artística (1931 - 1948): definición técnica y temática

Tras finalizar sus estudios en 1931, regresó a Tomelloso ya que, en palabras del propio artista, «[…] necesito vivir en Tomelloso. Es donde me siento a gusto, donde puedo pintar sin prisa».

Allí contaba con el espacio que su amigo y gran amante de la cultura Francisco Martínez Ramírez, apodado el Obrero por ser el fundador del periódico El Obrero de Tomelloso, le había brindado en su finca Mirasol: una torrecilla amplia y luminosa con vistas a los campos manchegos que convirtió en su taller.

López Torres siguió cultivando los mismos géneros que ya eran habituales en su pintura: el bodegón, como Bodegón con bandeja de plata (1931) en el que consigue una armonía cromática magistral; el retrato, como Retrato de un anciano (1931) o La abuela Juana (1934) en los que consigue transmitir toda la carga psicológica de sus personajes a la perfección; y el paisaje, como Llanuras de La Mancha (también conocido como Los borricos) de 1932 o Juegos de niños (también conocido como Llanura con niños) de 1935, con el que ganó el primer premio de pintura del II Concurso de pintura y dibujo, escultura y arte decorativo celebrado en 1935 en Ciudad Real.

Precisamente en estas últimas obras ya se contempla cierta evolución con la incorporación de elementos como animales de carga y niños que aportan dinamismo a la quietud de sus paisajes. En general, toda su obra fue ganando en madurez, en espontaneidad de pincelada, y descubrió otros valores fundamentales como la luz, la perspectiva, el espacio aéreo y la temperatura para los que necesitaba un dominio total de su paleta.
Además, en estos años compaginó su producción artística con su trabajo como profesor en el Instituto de Segunda Enseñanza de Tomelloso, lo que le permitió vivir de la docencia sin necesidad de vender sus cuadros, algo a lo que se mostraba reacio porque se perdía la autenticidad de la obra.

El año 1935 también marcó la carrera artística de López Torres con su primera exposición individual celebrada en el Círculo de Bellas Artes de Madrid desde diciembre hasta enero de 1936.

La Guerra Civil que estalló meses más tarde tuvo consecuencias tanto en su vida personal, con la muerte de su hermano Santiago, como en su vida profesional, ya que requisaron la finca Mirasol donde se encontraba su taller y disminuyó su actividad artística.

El pintor fue destinado a la Comandancia de Ingenieros de Almadén en misión de teniente cartográfico en 1938, pero ese mismo año sufrió un accidente de coche por el que ingresó unos días en el Hospital de Almadén antes de regresar a Tomelloso, donde prolongó su permiso más de lo permitido y estuvo a punto de ser declarado prófugo.

El final de la guerra supuso una nueva oportunidad para López Torres cuando en 1940 le concedieron la beca Conde de Cartagena que convoca la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando para ampliar sus estudios en Italia. En esta ocasión, otro acontecimiento bélico mundial frustró sus planes de viajar al extranjero y disfrutó de esta beca en la isla de Mallorca.

Durante estos meses descubrió un paisaje totalmente distinto al manchego, la luminosidad cautivó al artista, su paleta se volvió violácea y el vaporoso paisaje se tradujo a sus tablas con una magistral interpretación y fidelidad cromática, ejemplo de ello es su obra Vista de Palma de Mallorca (1941) con la catedral al fondo.

Tras su vuelta a Tomelloso en 1942, retomó su actividad docente pero esta vez en el Colegio Santo Tomás de Aquino, donde tuvo como alumno a su sobrino Antonio López García, a quien estimuló para que desarrollara su vocación artística cuando descubrió su talento. Tampoco abandonó su gran pasión y pintó óleos como Mujer vendimiando (1946), Siesta en la era (1946) o Niño bebiendo agua de un cubo (1946), obras que se han convertido en extraordinarios testimonios antropológicos de una vida de otra época.

A partir del año 1948 se observa una evolución en su obra, cómo todas las anteriores características de su pintura se depuran, se vuelve suave, atmosférica, fluida y abandona los asuntos más concretos y representativos para profundizar en el paisaje más lírico e íntimo.

En estos años López Torres continuó ejerciendo como profesor de Dibujo, esta vez, en el Centro de Enseñanza Media y Profesional de la localidad ciudadrealeña de Daimiel y, un año después, en el Instituto Laboral de Santoña en Santander. Su estancia en la ciudad cántabra se prolongó hasta finales de la década de los 50 y su producción artística fue menor, pero aun así destacan paisajes como Santoña I y Santoña II de 1956. Después, su labor docente transcurriría entre la Escuela de Artes y Oficios de Ciudad Real y la de Madrid, ciudad donde agotó sus últimos días en la enseñanza hasta su jubilación en 1972.

Desde 1967 hasta 1972 se aprecia cierta preferencia del dibujo sobre el óleo, el artista dejó evidente su deseo de experimentar nuevas posibilidades en esta técnica. Los dibujos cobraron un carácter más pictórico, la línea fue desapareciendo y utilizó masas de grises que captaban el valor atmosférico y la gradación lumínica del paisaje, como puede verse en Paisaje de vendimia en la Garza (1969). Sin embargo, no solamente se centró en el dibujo de paisajes ya que de esta época también data uno de los retratos a lápiz más conocidos y de gran ternura, Niño dormido (1970).

Su jubilación en julio de 1972 supuso su vuelta a casa, a su tierra y a sus gentes que habían sido protagonistas de tantas y tantas obras. Estos años en los que pudo dedicarse plenamente a la creación artística se caracterizaron por la búsqueda de la pureza y la sensibilidad aplicada al paisaje del que van desapareciendo las personas y escenas campestres, pues para el pintor la modernización de las laboras agrícolas rompe la esencia de la relación del hombre con el paisaje.

Las dimensiones de las obras de esta etapa son cada vez más pequeñas, ya que López Torres no las concebía con el propósito de ser expuestas al público y cuando le criticaban este aspecto siempre contestaba: «¡Más pequeño es el agujero de la cerradura de una puerta y, a través de él, se ve el campo!».

Sin embargo, este hecho no impidió que sus obras formaran parte de varias exposiciones a lo largo de esta tercera etapa de su carrera artística. En abril de 1957 participó en la muestra colectiva «Exposición de artistas manchegos hoy» que la Diputación Provincial de Ciudad Real organizó en el Museo Español de Arte Contemporáneo en Madrid, y en junio de 1959 celebró su segunda exposición individual antológica en la sala Goya del Círculo de Bellas Artes de Madrid; también expuso a principios de 1973 en las salas de la Biblioteca Nacional de Madrid, entre otras.

Estas exposiciones gozaron de gran éxito de público y crítica, y se ganaron los elogios de especialistas en arte como Enrique Lafuente Ferrari, quien se refirió a López Torres como «un artista lírico y delicado, sensible y tímido, injustamente desconocido fuera de las lindes de su propia región», y de su obra destacó esa «llamada a la poesía» que dejaría al público prendido.

Las obras de López Torres también se pudieron disfrutar fuera de nuestras fronteras en las dos exposiciones celebradas en Alemania en 1970: primero, en el Frankfurter Kunstkabinett Hanna Bekker vom Rath de Fráncfort, junto a otros pintores del realismo del momento como su sobrino Antonio López García, entre otros; y después, en la exposición itinerante colectiva «Magischer Realismus in Spanien heute» («Realismo mágico en la España de hoy») en la Galerie Buchholz de Múnich.

En octubre de 1978 el artista decidió que era el momento de donar a Tomelloso el legado artístico que nunca había querido vender para que todos sus vecinos y visitantes pudieran disfrutar de la esencia más pura y realista de su visión del arte. Esta donación se completó en octubre de 1983 y quedó expuesta en el museo que llevaría su nombre, inaugurado el 19 de abril de 1986.

La ciudad de Tomelloso siempre se mostró muy agradecida por la labor del artista y, además de nombrarle Hijo Predilecto en 1948 y dedicarle una calle con sus apellidos en 1962, le concedió su Medalla de Oro en 1979. Sin embargo, los reconocimientos por toda su trayectoria artística no llegaron solo desde su ciudad natal, también recibió el título de Castellano-Manchego de Honor que otorga la Casa de Castilla-La Mancha en Madrid y fue nominado como candidato al Premio Príncipe de Asturias de las Bellas Artes en 1984.

Los últimos años de su vida los pasó junto a sus hermanas Carmen y Eulalia en la vivienda a la que se trasladaron a finales de 1982, en la calle que lleva sus apellidos, justo en frente del museo que se inauguraría años más tarde.

En 1985 sufrió una trombosis cerebral por la que permaneció ingresado en la Clínica Coreysa de Ciudad Real. Aunque superó este trance y conservó la lucidez, quedó prácticamente inmovilizado y no pudo terminar su lienzo Panorámica urbana de Tomelloso (1984), que sería su última e inacabada obra.

En octubre de 1987 sufrió una nueva recaída de la que no se recuperó y falleció el 15 de noviembre en su casa de Tomelloso. La capilla ardiente se instaló en el propio Museo Antonio López Torres, donde pudieron despedirle sus familiares y amigos rodeados de su obra que, en definitiva, fue su vida.

Como recuerdan las palabras del filosofo Rodríguez Huéscar: «Ha muerto Antonio López Torres. Desaparece con él de nuestro abigarrado panorama artístico una figura ejemplar e irrepetible, de extremada y sutil originalidad y una de las versiones históricas más perfectas del pintor puro».